domingo, 14 de junio de 2015

Será cuento?

            La pata de conejo

           
            Horacio sintió escalofríos. Se trató de un mal sueño, pensó. Se concentró, aspiró y exhaló, luego colocó su pie derecho en la chinela, y se relajó como todos los días, contando las aberturas de la persiana, 35 hendijas. Más tranquilo, sacó del cajón de su mesa de luz la pata de conejo, rozó su piel gastada por tantos años de caricias, y recordó a Emilia diciéndole con sorna que era hora de cambiarla. “Las mujeres no entienden nada” pensó.

            Desde la guerra, la pata de conejo fue la compañía de sus trances más duros. Aquel día el capitán, siempre solemne, les habló casi familiarmente: “Muchachos ustedes son hijos de la patria, pero también pueden ser mis hijos, y mis hijos no pueden ser otra cosa que ganadores, sobre todo cuando se trata de conquistar, lo que por derecho nos pertenece”. Que frío el de aquella madrugada, miraba a sus compañeros, tratando de entender por qué aquella despertada intempestiva. Formaron frente a los camiones. Con ojos escarchados, recibió de su jefe la pata de conejo sostenida por una argolla. “Te  acompañará en todos los momentos, ella será tu mejor arma, te sentirás abrigado y protegido en los momentos álgidos, acariciando con honor su pelo brilloso.  Te la doy a vos porque sos el único rubio de la compañía”. La pata en su palma fue un traspaso de energía. Antes de retirarse, el capitán, casi en un murmullo le dijo: “Te va a traer suerte, (y agregó imperativo) sino, el soldado la muerde sin asco”
            Horacio, quedó en Comodoro Rivadavia contabilizando los enseres que llegaban al depósito. Sus compañeros, en cambio, los morochos de su capitán, corrieron otra suerte. Muchos murieron en combate, y los que quedaron fueron suicidándose año tras año.
            Horacio tenía la certeza que aquella pata era poderosa, aunque Emilia no dejaba de recordarle que en algunas ocasiones le había fallado. Esa mujer, nunca entendería que cuando no funcionó, era porque extrañaba el aire libre. Fuera de la realidad, para la pata de conejo, los sucesos producidos no existían. En cambio, adosada a la argolla, al lado de las llaves, sus efectos eran prodigiosos.
            Emilia le echaba en cara la luna de miel perdida.  La noche del casamiento, con unas copas de más, Horacio dejó la pata de conejo en el smoking alquilado. Estaban en la sala de embarque cuando notó la falta, Emilia imaginando la nieve, las montañas, el jabalí ahumado,  las noches frías con luna llena y la piel ardiente, no tuvo en cuenta el aspecto de su flamante marido, blanco como un papel. De pronto, Horacio vociferó incesante: ¡La pata, la pata, la pata! Y abandonó apresurado el aeropuerto, perdiendo para siempre el viaje tantas veces planeado
            La explicación a Emilia sobre su actitud, fue sencilla: “solo se trató de un susto, llegué a tiempo para rescatar mi pata, apenas segundos antes que el smoking entre en la tintorería. Recuperarla, evitó que mi vida quede trunca por un infarto masivo”.

            Solo dos personas en el mundo, conocían el affaire de Horacio con su pata de conejo, Emilia que sufriendo guardaba el secreto, y su amigo de la infancia, Leopoldo, que cada atardecer lo esperaba en el bar. Horacio, antes de sentarse, desprendía el llavero, con su correspondiente pata de conejo, y lo depositaba sobre la mesa.
            Leopoldo, miope, se destacaba por sus lentes de aumento, sostenidos por un marco oscuro muy grueso. Detrás del bigote poblado, asomaba su dentadura, pequeñas perlas, gotas de sonrisa, que destacaba, porque su amigo acariciaba la pata junto a la ventana, cuando pasaba una monja, o alguna carroza mortuoria, Leopoldo aspiraba profundamente su pipa y gozaba la escena. Luego, con voz grave, construyendo letanías, largaba frases: “Ser un ganador fatiga…” Horacio como volviendo de un desmayo, contestaba tratando de herir: “Claro el señor prefiere que las siete plagas de Egipto lo invadan, lo pulvericen, antes de realizar un esfuerzo, y poner en acción el antídoto”. Leopoldo recibía los reproches con placidez, y sus perlas dentales, inconmovibles. La pata de conejo en el borde de la mesa, un café chorreado por el temblor de las manos de Horacio, el periódico del bar sobre la silla vacía y la pregunta de Leopoldo: “¿el antídoto es la pata de conejo?”. Horacio producía solo un gesto afirmativo con la cabeza. Leopoldo estiraba su brazo izquierdo, hasta alcanzar un perchero adherido al marco de la ventana. Extraía una gorra cuadrillé: “a esta hora no solo me cubre la calvicie, sino también los rigores del invierno”. Horacio, giraba su rostro hacia el interior del bar, volviendo a cobijar la pata de conejo, como si se tratara de un pájaro herido. “Y ahora que viste?”, lo interrogaba Leopoldo. Horacio encogía sus hombros intentando achicarse, con voz temblorosa respondió: “Se cruzó el gato negro”. Leopoldo pidió la reposición de los cafés y comenzó a limpiar su pipa. Una ráfaga pasó entre las puertas abiertas, dejando apenas un fresco modesto. “Lo dicho: ser un ganador fatiga”.
            Anochecía, el sol dejaba su recuerdo en sombras. Horacio mezcló el temor con la ira: “Te molestan los ganadores como yo, los rubios”. Leopoldo mantuvo en silencio su intriga,  y solo contestó: “La hora de la espada es cíclica”. Horacio no comprendió o no escuchó y prosiguió angustiado: “Para que sepas, mañana debo firmar el gran contrato. Todo está estudiado. Y tenés razón, me he fatigado buscando que no haya falla. Hace meses que vamos corrigiendo el texto, eligiendo lugar, fecha, hora y hasta el color de la tinta para la firma”. Leopoldo tomó un sorbo de su café, los dedos de su mano derecha alisaban su bigotes. Grave y monótono preguntó: “¿Si está todo hecho, por qué los nervios?”.  “¿No ves que se cruzó el gato negro?” Horacio, se sabía excluido del ocio, sentía bronca y envidia contra Leopoldo, quien nunca tuvo necesidad de inventarse un tiempo para cumplir con algo, pero que antes de atravesar las extensiones del mundo, prefería proclamarse su exiliado. “¿Y la bondadosa pata de conejo no neutraliza la presencia maligna del gato negro?”, lanzó la pregunta Leopoldo elongando sus hombros. Horacio frunció el ceño formando surcos y lomas semejantes a los de una huerta montañosa: “La pata está viejita, me lo dijo Emilia en su momento y yo no la escuché. Además, de tanto acariciarla se la ve como gastada, ¿La ves, ha perdido su brillo, y no sé si también su fuerza?” Callado, columpió a la pata dando a sus manos forma de cuna. El brillo de sus ojos preludió un caudaloso llanto. Las lágrimas las secó con una servilleta de papel que le alcanzó Leopoldo. Atormentado pidió consejo: “Sí compro una nueva, te parece ¿Qué podrá darme tantas satisfacciones cómo las que me dio Kiti?”. Leopoldo un poco aburrido, casi como prestando la cara a la situación, se experimentó sorprendido, y preguntó: “¿Quién es Kiti?”. Él contestó con fastidio: “Kiti es mi patita. Tantos años junto a mí, desde que me salvó de Malvinas, y no sabés ¿qué mi patita se llama Kiti?”. Leopoldo encogió los hombros, se quito los lentes y frotó los vidrios con servilletas de papel. Horacio lo observó, revistó la indumentaria y el rostro de su amigo, y a manera de conclusión indicó: “Ahora me explico porque te dicen el desconectado”.

            A Leopoldo, la palabra desconectado lo sacudió. Un mal gusto apantanó su sistema digestivo, se sintió mal por primera vez en mucho tiempo. Desconectado, a pesar de su significado, lo enchufaba al mundo con los vivos. Aquel amigo nervioso, eléctrico, inútil sin su pata de conejo, sin querer, le demostraba su existencia como ejercito de Reserva, en esa triquiñuela de fauna tan diversa. Se veía asimismo como un repuesto almacenado, que en cualquier momento, podría ser quitado de su estante, despojado de su caja protectora, y obligado a girar entre esos millones de rueditas, aprendiendo el valor de los semáforos (avance, atención y pare). Participaba del mundo de los vivos, ese en el que se cruzaban los gatos negros y necesitabas imperiosamente patitas de conejo para neutralizarlos. En el mundo de los vivos la distracción es fatal. No hay que olvidarse del service periódico de la patita de conejo, y mucho menos, de pagar las cuotas, que después de cincuenta, o en caso extremo, gracias a una licitación, te la reemplazan por el último modelo, lleno de fuerza, vitalidad, energía. “Me parece que tu esposa tiene razón, pasaron muchos años, tendrías que probar cambiarla por una cero kilometro”


            Horacio recordó a ese capitán que se la entregó por ser el único rubio, sin echar en saco roto las palabras que pronunció: “Te va a traer suerte, (y agregó imperativo) sino, el soldado la muerde sin asco” Esa tarde, en el rutinario encuentro con Leopoldo en el café, comprendió que le quedaba un mandato por cumplir, aquel contenido en esa frase. Emilia llegó corriendo, con la lengua atropellada, dejó sobre su esposo y Leopoldo: “Me avisaron que el contrato fracasó y estoy embarazada”. Leopoldo optó por colocar tabaco en el volcán de su pipa, el gato negro entró en el bar, cruzó en diagonal las patas de la mesa y saltó sobre la tabla. Horacio se abalanzó sobre la pata de conejo, y ante el maullido histérico del felino, la mordió. Solo se escuchó un crac que liberaba el cianuro, Horacio, cayó muerto envolviéndose en el piso, lanzando una espesa espuma blanca. Emilia huyó sin pronunciar palabra. Solo Leopoldo aireando su pipa, y como para él, expresó: “Murió como una sirvienta”

                                                                               Eduardo Wolfson

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