domingo, 24 de junio de 2012

No es moco de pavo


Adolfo Gómez Espinel.
Explica los sucesos, que lo conducen a incorporarse a la
Organización Profesional para la Trascendencia.

-      Como usted sabe yo tengo una profesión, soy arquitecto. Sin embargo, dejé de ejercerla unos cuántos años antes de conocer al Licenciado Espéculo. Fue un intervalo de ocio no buscado. Para no deprimirme aprendí a pasear al perro, a organizar las compras alimenticias para el hogar, y a rastrear con devoción los resúmenes bancarios, para verificar el crecimiento de mi plazo fijo en dólares, capital originario de una indemnización cobrada por mi último trabajo. Le aseguro que me costó, pero con el tiempo me fui acostumbrando al tedioso papel de trapo de piso familiar.
        Desde que era alumno en la facultad, y me tocó diseñar una tumba para un joven poeta, comencé a contextualizar un rostro resignado, que conoció su perfección en esta etapa que le cuento.
        Ese día, trataba de entretenerme con una película de Woody Allen que me prestó el muchacho del video de mi cuadra, que como yo, lucía esgunfiado pero con splin. ¿Cómo explicarle? Es como si al esgunfie uno pudiese agregarle valor, ¿me entiende? En realidad, él le agregaba valor al esgunfie porque veía, como minuto a minuto se le derretían sus últimos pesos invertidos en el video. Nos unía la profesión y el estado: ambos arquitectos en desuso, nada más que el eligió el video y yo el plazo fijo en dólares. Bueno, como le dije, miraba por quinta vez la película de Woody Allen, cuando escuché el sonido rabioso producido por la primera cacerola. Pensé que se trataba de algún chico belicoso del vecindario, pero este pensamiento se esfumó inmediatamente, porque la cacerola se convirtió en batería y ella en un concierto delirante. Corrí hasta el balcón. Allí vi a mi vecino con un palo, desde su departamento, golpear contra mi protección metálica. Lo hacía violentamente, así que no me atreví a interrumpirlo, para demostrarle, que con su acción definía una invasión a mi propiedad. Una muchedumbre bulliciosa se apoderó de las calles y yo me incorporé a ella. Avanzamos sin que nos importara pisar la caca de los perros. Con el sonido estruendoso, producido por el impacto sobre las ollas y los postes de alumbrado, surgieron consignas que todos coreábamos. Recuerdo dos: “Que se vayan todos” y “Piquetes, cacerolas, la lucha es una sola”. Yo llegué a la plaza, justo cuando despegaba el helicóptero. El griterío fue descomunal, estábamos eufóricos. Un poco antes, cuando avanzábamos por una de las diagonales, me llamó la atención una limusina estacionada junto a la estatua de Roca, compartiendo con él su plazoleta. Apoyado en la puerta delantera estaba un sujeto, que en ese momento, debo confesarle, me pareció estrafalario. Usaba una bombacha de campo y alpargatas, el torso desnudo, la frente ceñida por una tiara, y debajo de los ojos, dos lágrimas pintadas, una roja en la mejilla derecha y otra negra, en la izquierda.
Disculpe tanto detalle, a pesar de ser arquitecto puedo asegurarle que no soy para nada observador, pero debo aceptarle, que tal vez se trate de una deformación profesional, eso de retener con exactitud, aquello que contradiga mi educación estética.
Sentí en mi sensibilidad, la mirada del hombre. Cuando pasé a su lado, experimenté como si una fuerza superior realizara un corte longitudinal en mi estructura. El individuo se unió a la procesión detrás de mí. En la Casa de Gobierno el helicóptero levantaba vuelo, y en la plaza, el Licenciado Bernardino Especúlo apretó mi hombro hasta hacerme volver.
Por lo general suelo ser muy escéptico con respecto a lo sobrenatural, pero le aseguro que no puedo explicar racionalmente aquella atracción. Lo seguí unas cuadras sin palabras. En la esquina del Banco Boston, en Florida, escuché de él una afirmación que dio lugar a nuestro primer diálogo:
-          usted no es  piquetero.
-          soy arquitecto.
-          si claro, arquitecto, atrapado en el corralón y desocupado.
-          en efecto, ¿cómo lo sabe?
-          por el marco de sus lentes, los más caros de los importados en la década pasada, los pantalones pinzados y la remera de piqué, decaída, pero ostentando el cocodrilo.
-          en cambio por su vestimenta, no puedo adivinar qué es usted.
-          alguien que por ahora no le es urgente viajar en helicóptero.
-          lo vi en la limusina.
-          quería proteger de la turba al general.
-          pero el se deshizo de los mapuches y usted lleva una vincha que los recuerda.
-          en mis venas corre también sangre mapuche.
-          cada vez entiendo menos.
-          el general fue el que conformó la conciencia de la nación que hoy tenemos.
-          pero hace un rato, todos juntos gritamos “que se vayan todos” para destruir esa conciencia.
-          ¿usted cree?

        La charla fue interrumpida por un tipo canoso, que no paraba de filmar con una video cámara. Al registrarnos nos dijo: “soy la memoria del saqueo”, y siguió su camino. Entonces el Licenciado Espéculo con voz cavernosa pronunció en mi oído: “Y yo, soy el saqueo de la memoria”. Esa noche caminamos juntos, sin rumbo, entre la gente, hasta el amanecer.     Desayunamos en un bar de Flores, cerca de casa. Reanimados por el sustancioso café con leche acompañado de aromáticas media lunas, fue que me propuso la gerencia.
Gracias al licenciado Bernardino Espéculo, no solo yo, sino que miles de pequeños ahorristas, muchos desocupados, hemos recuperado la dignidad y la certeza de poseer un sitio en la trascendencia.
        Al principio, me costó sintonizar con sus argumentos. Lo recuerdo haciendo un poco de historia, contándome como el Estado fabricó a los capitalistas, y los bancos para ayudarlos a tener disponibilidad, nos llamaron  a los del medio, para instarnos a aflojar nuestros estipendios. Después pasó a algo más filosófico, se preguntaba como para sí, ¿quién le puso precio al tiempo? Decía que observando la realidad, nos damos cuenta que se transforma en mentira. Que entonces se vuelve lícito pensar que la mentira tiene que ser la realidad. Que los tipos como yo, hasta este diciembre de 2001 declarábamos “ver para creer”, pero dejábamos el dinero en cualquier financiera sin preguntarnos por su destino. Que entonces hoy, después de las trapisondas históricas ejercidas sobre nuestra clase, era hora, para seguir creyendo, no ver.
Fue más tarde que comenzó a hablarme de las partidas. Manifestaba, que en su concepto, solo se trataba de retiradas para promover una esperanza. Que para los que se quedan, la partida implica una despedida, mientras que para el que va a realizar el viaje, se trata de un traslado plagado de profecías contradictorias.
“Que la trascendencia –me dijo- por sus costos, es patrimonio exclusivo de las grandes fortunas. Pero desde hoy, gracias a nuestra organización, los ahorristas, donando su dinero acorralado y perdido, a nuestra fundación sin fines de lucro, se igualarán a cualquiera de nuestros terratenientes. Como ellos, serán propietarios de la trascendencia.”

Fragmento de "Espéculo para armar" Texto inédito de Eduardo Wolfson

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