viernes, 18 de mayo de 2012

Se parece al poema


Juegos meteorológicos

Presagiaba el atardecer en el cielo plomizo. Sintió que la pena se acalambraba sin resplandecer el sol.
La marejada le trajo el espejismo de cerrar la herida. El aire tibio la ilusión de un feriado largo.
                Un remolino lo distrajo del sol, sirviéndole la frivolidad para secuestrar vírgenes.
El agua que en su momento bajó de la sierra, reposó escarchada cristalizando un limo verde, hemorrágico.
Las nubes bajas presintieron lluvia, el viento adhirió en sus prendas, diminutos, invisibles granos de tierra.
En las esquinas los tornados extraviaron su trayectoria, desacostumbrados a esquivar a tanto forastero.
A pesar de la tierra bien sembrada, no pudo evitar que el temporal segara al maíz antes de cosechar.
Anocheció, muy pocos vieron como el sol, una bola de fuego, se desplomó detrás de las vías, convertido en una píldora.
Aquella noche, los enamorados se sobrecogieron al ver caer una estrella, derramaron sus fluidos bajo algunas gotas pero, al fin, la lluvia fue amputada.
El temporal trajo un alboroto inesperado entre puertas abiertas, dejando apenas un frío modesto.
Entonces fue que oyó el estruendo de las siete trompetas, creyó ver el cielo limpio y el sol brillante. Sin embargo, nada pudo ocultarle al invierno.
Los visitantes con olfato percibieron el olor del ajo traído por la brisa. Pero él pensó en el sudeste, con la esperanza que se acabe el saqueo de la sequía.
Fue después que las aguas ardieron en la confluencia, por suerte el estallido del granizo las enfrió.
Mientras tanto, algunos extraños visitaron las playas de la ciudad y se sorprendieron al no encontrar el mar.
Los provocadores de pánico facturaron la idea del Apocalipsis, solo los distraídos, mirando las estrellas no advirtieron el pozo.
Afuera, los relámpagos jugaron a entramarse. Adentro, él espió un universo por el ojo de la cerradura.
Una nube muy blanca dividió al cielo ocultando al sol. Creyó entonces divisar religiosamente, el principio y el fin.
Las sendas anchas que acogieron al granizo se quedaron sin estrellas. En el horizonte sólo vio negrura.
La gran antorcha incendió al cielo de la rayuela. Del otro, como homenaje cayeron cenizas.
La lluvia pareció darle vida, pero el viento amontonó sus restos, quedando ciegos para apreciar la belleza del arco iris.
La ráfaga avivó el fuego, y la noche, no pudo ocultar otros tiempos en los mismos espacios.
El pampero sopló fuerte, empujó hacia la capital. No llevó truenos que avisen su paso.
Cuando volvió la calma a las calles, miles de hojas depositadas se hicieron colchón recibiendo el brillo de una luna llena. Pero él no lo advirtió, miraba televisión.
El fragor llegó del mar, mordiendo el polvo, cargando materias de desecho, regando flujos abisales. Se preguntó ¿se trataría del caos anunciando su derrumbe?
Las aguas del río y el océano chocaron, y toda la hierba verde fue espectadora de esa magnificencia.
La lluvia, el viento y el frío amainaron, pero el piquillín, lo acorraló en las calles con sus  nervios anudados.
Experimentó su mediocridad cuando el soplo del norte en lo negro. Divisó incendios reducidos y locura.
Pero la jornada fue diáfana, la bóveda celeste resplandeció magnifica aquel mediodía. Sin embargo, el aguacero llegó de afuera y de repente, sin resignar su turno para esconder nada.
La noche y el hombre, acostumbrados a las brisas marinas, se sacudieron atónitos cuando azotó el temporal.
Resistió con su optimismo. Se dijo que la primavera llega con la transparencia del manantial, toman fuerza los colores y el cielo se llena de azul. Es la estación perfecta para desdibujar los grises del ánimo.
Pero una voz interior lo alertó: después llega el verano, y trae la melodía del silencio, los calores, y también la sed, que se entremezcla con el polvo irrespirable y lucha por saciarse en un pozo de agua agotado.
Pensó que más allá del frío se respira una meteorología propia, la de la espesura desflorada.
Después de todo, con religiosidad, notó que la tormenta pasó como un rito propiciatorio. Dejó el fango que todo lo embadurnó.


Esa noche, un par de ojos, simularon para él, ser espejos de agua para que naveguen las estrellas. El amanecer aquietó las pasiones, y trajo el balbuceo de un mar que no adivinó sus orillas.
La luz solar del mediodía cegó a una ramita en el torrente.
La ráfaga se convirtió en vendaval, se quemaron campos, lo adivinó en el cielo.
Fue la nieve que le trajo insomnio y abstinencia, borrando cualquier traza o indicio sobre el páramo.
La cerrazón le predijo aguacero y, por último, la presencia espasmódica de su vida.
Después ya lo saben, el eclipse fue total. Jirones rojizos sangraron gráciles desde el cielo. El poniente, la lluvia y el calor ácido penetraron la eternidad.
La noche, a pesar de quedar inmóvil para los tiempos, no pudo ocultar los oídos descuartizados.
                                                                                                    Eduardo Wolfson



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